lunes, junio 12, 2006

 

Aceras privatizadas

Se han cumplido seis meses desde que se promulgó la ley del tabaco. El resultado es que se fuma en todos los bares. Antes, se te acercaba un fumador empedernido y te contaminaba el pincho de tortilla y tú le decías, "Oiga, ¿le importaría dejar de echarme el humo?". También antes, ponía un gesto de ardor de estómago y te soltaba un perdón con retintín, pero se apartaba. Ahora no, ahora se sonríe, echa una calada y mientras te la va soltando despacín a la cara te dice, "este bar ye pa fumadores". Eso hemos ganado con la ley. Ya somos europeos.

Porque, claro, bares donde no se permita fumar no hay. Una leyenda urbana asegura que una confitería de Gijón prohibe el tabaco, pero me queda un poco lejos de mi trabajo. Y eso que, si acumulara las pausas que hacen algunos para ir a echar el 'pito' durante la jornada laboral, igual me sobraba tiempo.

Claro que el humo es sólo una parte del problema. Paso por algunas calles de Oviedo con terrazas; quiero decir, paso por cualquier calle de Oviedo de esas que se llaman peatonales, y me obligan a transitar por el medio, esquivando continuamente a los coches. Y es que las aceras están privatizadas; abarrotadas de mesas y sillas y cubiertas de carritos de bebé y camareros con los brazos en jarras para que te olvides de intentar pasar por el medio. Si aún así, te pones pavo y con un educado "¿me permite?" conminas al mozo a que se aparte; un poco más allá llegas a un obstáculo insalvable, un compañero escancia sidra alegremente frente a tí con ese gesto despreocupado que da saberse dueño de la calle, de la razón y de la convicción de que no querrás que te 'chisque'.

Media vuelta, arr. Vas por el medio, como todo el mundo; pero no señor, ni aquí te libras del escanciado; que, una vez ganada la acera para la causa del hostelero, la hermandad de camareros se asoma desde ella enfocando el centro de la calle --donde te has refugiado-- botella en alto, vaso en bajo, con el orgullo del maestro y mientras un chorrín hace diana, miles de gotinas te refrescan de los calores del verano y dejan en tu ropa ese olorín agridulce que no es pis, pero sólo tú lo sabes.

En el Oviedín de Gabino, sólo se usa esa cubeta de echar la sidra como obstáculo para que los peatones elijan otra senda, porque la sidra aquí chorrea por aceras y calles a raudales, como si fueramos millonarios y por las mismas, atáramos a los perros con longaniza. Y luego el suelo se agarra a los zapatos en un intento de atraparte como arenas movedizas de liquido pegajoso, como el cenagal mierdoso que nos merecemos por no protestar.

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